Flores en el barro

1946

Cogió el último tren y guardó la foto. «Siempre te llevaré conmigo, en ese lugar del corazón en donde lo poco que ha entrado jamás saldrá» pensó, mientras su mirada andaba perdida en recuerdos macerados en lluvia y llantos gritados en silencio. Imposibles salpicados de esperanza.

12 horas antes, una mujer alemana procedente de Frankfurt escruta tras la ventana del tren la entrada de la Gare de l’est de París. Su única reseña conocida es el rostro de un soldado francés impreso en un papel acartonado. Y una carta de disculpa.

La guerra, el sufrimiento, el extremo hacen aflorar lo peor y lo mejor de nosotros mismos. Una frase repicando en la mente de Jerôme como un aguijón de culpa, que no sabe si aliviar o escocer en aquello que pica. Tuvo que matarlo. Estaba claro que morir no era su primera opción. Aquel general alemán habría acabado con su vida en esas malditas batallas que nunca quiso librar; pero tuvo que hacerlo, porque las circunstancias coincidieron con su tiempo y lugar sin pedir permiso. Así que tuvo que abrirse camino provocando heridas fatales con su fusil en ristre, en perjuicio de una vida enemiga decidida a buscar exactamente lo mismo.

Hace un año que acabó la contienda, pero la inercia aún la mantenía encarnada en su mente. Decidió hacer algo para mitigar su culpabilidad frente a la barbarie que, si bien no engendró, sí había sido partícipe.

Recabó información sobre un general nazi abatido a principios de 1945. Tras muchas dificultades y contratiempos, logró averiguar dónde residía su viuda. Supo que se llamaba Astrid.

Sentado en su secreter a altas horas de la noche, en la tenue compañía de la luz de una lamparita agachada y un tic tac, comenzó a escribir.

 

Estimada señora.

Disculpe mis pocos conocimientos de alemán.

Permítame que me presente. Me llamo Jerôme Eluchans.

Fui yo quien acabó con la vida de su marido.

Entienda usted que tenía que matarlo a él o morir yo.
Pero lamento profundamente que tuviese que ocurrir, que no hubiese otra forma de dirimir diferencias.

Maldita guerra, que tiene que causar estos destrozos en las personas y en las familias. ¿Sabe? Yo tenía una esposa, un hijo y una hija; los perdí a todos a manos de la sinrazón humana. Me quedé solo. No está en mi ánimo juzgar a nadie, pero en mí sólo cabe un profundo pesar, una tristeza que nada en este mundo podría apaciguar.

Sólo deseo que, entendiendo su dolor, sea capaz de rehacer su vida en la medida en que pueda, que algún día vuelva usted a hallar la ilusión, las ganas de continuar luchando, y que las armas que utilice para ello nunca malogren a quienes quiere. Aunque se lo diga a usted, en el fondo también es un pensamiento en voz alta dirigido hacia mí mismo.

Le ruego que no me odie por lo que hice, aunque le pueda comprender.

Atentamente: Jerôme Eluchans.

 

La carta iba acompañada de una fotografía grapada, y el sobre estaba matasellado en el 42 del Boulevard de Vaugirard, en París.

Al leerla, Astrid rompió a llorar. Un llanto de una intensidad difícil de sostener en su cuerpo. Toda su rabia, su ira, su infortunio contenido se concentraron en un hilo agridulce brillante de lágrimas derramadas bajo sus ojos. Jerôme no podía saber lo que su marido supuso para ella. Un infierno en la tierra. Ese hombre la despreció y maltrató, anulando su alegría. Y pese a que lloró su muerte, algo en ella renació.

Sólo lo conocía a través de una carta adjuntada con su fotografía, pero ella se enamoró de ese desconocido.
Tomó la decisión de coger un tren con destino a París.

No conocía su dirección exacta, así que fue a la oficina de correos del Boulevard de Vaugirard. Los empleados se negaron en redondo a facilitarle la información. Deambuló por la ciudad, preguntando a los transeúntes si conocían a un tal Jerôme. No obtuvo respuesta alguna. Estaba desorientada dándole vueltas a las mismas manzanas de uno de los «quartiers». Al final se sentó en un pequeño café junto al Sena. Con el croissant desmigado en el plato, pareció divisar a Jerôme al otro lado del río. Postrado en una barandilla, cabizbajo, abatido, con el rostro tapado con sus manos. Astrid era la carta de respuesta. Una carta de amor. Dejó una moneda y salió corriendo.

Cogió aquel último tren y guardó aquella foto. «Te querré siempre. Aunque nunca te haya visto, aunque jamás me vea en tus ojos o recorra tus labios, aunque el ocaso nunca nos sorprenda abrazados, aquello que no viví y por lo que moriré poco a poco, que marcaste sin tocar, seguirá siempre vivo». Curvas en el camino del amor y el destino, siempre buscando una recta que jamás vuelva a girar.

Mientras a Astrid le mecían los traqueteos del desconsuelo, en el vagón contiguo un antiguo soldado francés con nociones de alemán se disponía a olvidar sus desgracias, y atreverse a recomenzar.

 

EPÍLOGO

2010. Barrio de Gràcia. Barcelona.

Una familia celebra, como todos los años, el día de Navidad. Padres, tíos, primos y parejas contando chistes, cantando villancicos y poniéndose morados de turrón, mantecados y cava. Los más jóvenes en su petit comité, con bromitas y tablets. Una familia grande, pero muy unida.

Aunque faltaban ellos, los que la hicieron posible.

Clin clin clin. Una cucharilla y una copa. La mayor de sus hijas quiere decir algo, mirando hacia arriba.

– Pare. Mare. Us estimo molt. Gràcies per lluitar i sobreviure. Gràcies per cercar-vos i trobar-vos. Tota la vostra família us ho agraeix. Per allò que amagàveu al vostre cor, i que la gàbia del destí no va poder mantenir tancat. (*)

Se hace el silencio. 25 copas se levantan al unísono. Emoción. Gratitud. Navidad. Futuro.

Tarde o temprano, la estación de destino llegará. Un andén, dos miradas. Flores creciendo en el barro del amor y la guerra.

http://www.youtube.com/watch?v=cHcunREYzNY

Soldado

 

Nota: este relato surgió a raíz de un encuentro con la escritora y amiga mía Sara Martínez, en el que pactamos escribir una historia cada uno, basándonos en palabras predefinidas. Éste es mi resultado. Y éste el enlace al relato de Sara. http://piensoluegoexisto7.blogspot.com.es/2014/09/la-ultima-carta.html

 

 

* «Padre. Madre. Os quiero mucho. Gracias por luchar y sobrevivir. Gracias por buscaros y encontraros. Toda vuestra familia os lo agradece. Por aquello que escondíais en vuestro corazón, y que la jaula del destino no pudo mantener cerrado.»

** El nombre de los personajes que intervienen en el relato es inventado. Cualquier parecido con la realidad es meramente casual.

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